Gustavo Garzón y la luz
Visto: 140
En la pasada “Fiesta de las luces” en
Quito, más allá de ser una plantilla endosada en cada edificio
significativo del centro histórico con rellenos de imágenes animadas,
algunas intentando calzar en las estructuras, como la de San Francisco, y
otras proyectadas por proyectar, como en la Plaza Grande y Santo
Domingo; más allá de unas atrocidades, como los paraguas colgando en una
calle o la esfera gigante de alguna discoteca de los 80; hubo ciertas
novedades, como esa especie de ballenas voladoras en la 24 de Mayo; y
otra, que me atrapó por su sencillez: el homenaje a los desaparecidos,
en la Mejía y García Moreno.
Era un ensamble de luces led con
textos corredizos que no se dejaban leer con facilidad. En el costado
derecho, en lo bajo, estaba la clave de la instalación: “Textos de
Gustavo Garzón, desaparecido en 1990”. La gente que miraba este letrero
recién caía en cuenta sobre el significado de la propuesta: “Ve, ha sido
de un desaparecido” y volvían la mirada hacia los textos, ahora sí con
el afán de entender lo que ha dejado escrito un desaparecido. Un
concepto simple que proyectó un mensaje complejo, que evocó la luz que
aún siguen emanando los cuerpos de todas las personas desaparecidas.
Bien por Gary Vera, el autor de la propuesta.
Quizá faltó una frase final: “Brutal,
como el rasgar de un fósforo”, que es con la que se describe la
desaparición de Gustavo; pero lo que puso ahí me llevó por fin a
escribir lo que necesitaba decir sobre Gustavo y que había sido
pospuesto en varias oportunidades: escribir solo para contar las cosas
que pasaron al margen de la historia.
El 10 de noviembre de 1990 desapareció
Gustavo Garzón Guzmán. Han pasado 28 años y nadie sabe nada, y parece
ser que ya nadie recuerda nada, ni algunos de los amigos de la época,
quizá ahora empeñados en otras tareas menos utópicas, alejadas ya de las
que se asumieron en los años 80 o quizá ocupados en una utopía de
bambalinas, de espectáculos, de corifeos que aún defienden al Dionisio
de la década pasada, o al parlanchín actual.
Las tumbas son la constancia del
olvido, lo he dicho varias veces; se las va abandonando despacio, pero
ese tiempo de abandono sirve para sanar. El dolor de no tener ni
siquiera una tumba es un dolor que no lo podemos nombrar. La muerte
tiene nombre y descanso, la desaparición no tiene ni lo uno, ni lo otro.
Recordar lo que no se fue, y aún sin
irse ya no está, y sin estar se ha ido quedando en algunos rincones de
quienes aún lo esperan; quizá esas ambivalencias son las que pretendo
estructurar en esta crónica, a sabiendas que aún se agrupan quienes
todavía sueñan, quienes abren los brazos para abarcar los horizontes,
porque aún hay tiempo para seguir soñando, aún hay tiempo para creer en
las utopías que nos inundaron en los 80 y aún antes de eso.
Obra
"Estados del tiempo", fragmentos de la literatura del escritor Gustavo
Garzón, se expuso en la Fiesta de la Luz, 2018. Plaza de la Conceptas.
Autor: Gary Vera.
El Gustavo
Una noche llegó el compañero músico,
el Gaybor, un trabajador de “Ecuatoriana”, la compañía aérea de bandera
nacional, pero que había caído desubicado, igual que yo, en la Facultad
de Administración de la Universidad Católica de Quito. Esa noche traía a
alguien, un escritor dijo, era algo bajo y sin ninguna pinta de
intelectual, o al menos sin ninguna de esas pintas que se traían los
intelectuales en esa universidad y que incluso ahora generan moda y
estéticas burlescas.
En la Católica habíamos iniciado un
taller de literatura bajo la dirección de Julio Pazos y se aproximaba un
encuentro nacional de jóvenes escritores a realizarse en Guayaquil.
Supuestamente yo era un joven escritor y, además, tallerista: una
etiqueta que servía para hacernos buena propaganda.
Esa noche la discusión fue agria,
insoportable; el recién llegado desbarataba cada argumentación que yo
esbozaba sobre el rol del escritor, cuya única responsabilidad era el
escribir bien, y cuya única solidaridad era la que su propio espíritu lo
dictaba. Aunque me definía como marxista, había asimilado muy bien a
Octavio Paz y su tesis del “solitario solidario”; esta era la primera
vez que esa tesis me la destrozaban, algo que ni siquiera lo habían
logrado al interior de la juventud comunista, en donde se insistía que
el arte debe estar al servicio de la revolución, pregonar el socialismo
real, algo que nos llevó a pensar que lo único que se podía producir
culturalmente eran panfletos, ya sea en las letras, en la plástica, en
el teatro o en la música. Incluso ahora esos panfletos son usados en las
nuevas modas revolucionarias.
Así conocí a Gustavo y en seguida lo
tildé de anarco, porque así se debía tildar a los que no estaban en la
juventud comunista,en la juventud revolucionaria o en cualquiera de esas
juventudes organizadas, disciplinadas y dispuestas a obedecer las
directrices del partido, que no eran otra cosa que los deseos de los
anquilosados burós políticos y de los compañeros secretarios.
Esa noche también tuve un nuevo
aprendizaje. Gustavo habló de la existencia de otros talleres
literarios. El que se había organizado en La Católica era una copia de
lo que ya se estaba viviendo en el mundo literario nacional. Él era
parte de la “Mosca Zumba”, nombre que lo oía por primera vez, al igual
que el de la Pequeña Lulupa, la Pedrada Zurda o los Matapijos. Esa noche
quedé con la impresión de que la vida se me estaba pasando por un
costado o por las calles que se extendían fuera de La Católica.
Lo volvía a ver en Guayaquil, ya en el
encuentro de escritores jóvenes, en los que Gustavo defendió el rol del
escritor, la necesidad de confrontar su trabajo en grupo, alejándose de
la egomanía que suele producir la soledad (parecía que el tipo quería
seguir golpeando); pero sobre todo defendió su rol social, su
participación, tanto en una crítica constante de la sociedad, como en la
construcción de una nueva sociedad. La Mosca Zumba se definía como un
colectivo de creación literaria y de crítica social.
Me arrimé, y esa es la palabra
adecuada, me arrimé a la Pequeña Lulupa, porque lo veía como un grupo
esencialmente creativo, al contrario de MatapiOjO, al que lo veía como
el brazo literario del Movimiento Popular Democrático; pero la posición
crítica de la Mosca Zumba me seguía, digamos, zumbando; por ello empecé a
visitar a Gustavo en su caseta de la Casa de la Cultura Ecuatoriana
(CCE), pues en verdad Gustavo trabajaba en una caseta, en el costado
izquierdo de la casa antigua; una caseta que fungía de almacén y en el
que, supuestamente, se exhibía lo mejor de la intelectualidad
ecuatoriana, publicada por la CCE. Gustavo fue a parar allí luego de ser
despedido de su puesto de técnico en aviónica, en la misma empresa área
de bandera nacional en la que trabajaba el Gaybor. Su despido fue
debido a uno de sus cuentos en donde ironizaba la carrera militar.
Fragmento del cuento "Aljito AAAR" de Gustavo Garzón.
Las conversaciones en la caseta se
tornaron interminables, se prolongaron en la noche; a veces se sumaron
los matapiojos o los lulupas; culminaban al amanecer y nos disgregábamos
para volver a lo mismo en la tarde siguiente. Otras veces las noches se
las completaba en mi casa, con el Gaybor y su guitarra; a veces un
aparato nuevo, made in usa y traído en el último vuelo,
reemplazaba a la guitarra. Lo que no podía faltar en esas noches fue el
eterno duelo entre Charly García, con sus dinosaurios, y Pink Floy con
“The Wall”. La lucha por ser auténticamente latinoamericano chocaba con
muestra aceptación de que la dura sicodelia de Roger Waters también era
parte de nuestro fetiche revolucionario.
La lluvia y el gato del terremoto
Cuando se desploma el cielo en Quito
es cosa seria; caen torrentes de agua y se forman verdaderas cascadas
bajo los tejados de las casas. Cuando hay granizo es más serio el asunto
y se paralizan hasta los amantes. Pero para Gustavo la lluvia era un
alivio y el granizo solo un montón de dulces.
Las noches de lluvia eran propicias
para recorrer las cantinas, improvisadas en las casas o en las oficinas
de los nuevos, o de los seudo, escritores; daba igual, con tal de que
haya algo para tomar y tiempo para hablar. Borrachos más de palabras que
de alcohol regresábamos a casa bañándonos en cada caída de agua,
lavándonos el alma o quitándonos los pecados, mojándonos de antemano por
las dudas de que con tanta agua desperdiciada a la mañana siguiente no
caiga por la ducha; algo muy común por aquellos días.
Desde el Ejido a la Mañosca, por la
América o por la Diez daba igual, el agua caía y saltábamos en los
charcos o abríamos la boca para que los torrentes de los tejados nos
quiten la borrachera. Noches de aprendices de bohemios, de supuestos
jóvenes escritores que nos enfrentábamos a lo establecido, sin saber que
solo era una ruleta de rupturas y acomodos futuros. Todos fuimos
amantes de las rupturas y ahora solo somos piezas de lo establecido y
estamos a la espera de nuevos amantes de las mismas rupturas para darles
con la puerta en las narices.
Habíamos desarrollado un olfato que
nos ayudaba a determinar con precisión donde sería la reunión de cada
noche, donde estaría el debate más acalorado o el encuentro para hacer
una revolución de copas. El Gaybor acompañaba con sus sueños de músico y
sus necesidades terrenales, las que finalmente triunfaron y lo alejaron
de las tertulias; pero por esos días acompañaba para leer los poemas o
para enredarse en los cuentos. Se necesitaba tener alma de masoquista
para leer un cuento o un poema, en aquellos grupos que formamos bajo la
etiqueta de “talleres”; no quedaba palabra sobre palabra luego de la
destrucción colectiva; pero así se aprendió, y una vez aprendida la
lección venía el bálsamo, que quizá era lo más esperado y, copa en mano,
brindábamos por lo que sea, hasta por los terremotos, como en la noche
del jueves 5 de marzo de 1987.
Esa noche fue igual a todas las
noches, solo que en medio de la discusión empezaron a moverse las
botellas. ¿Temblor? Sí, temblor. Ya no solo se movían las botellas, sino
que empezaron a bailar las mesas. ¿Terremoto? No, solo temblor.
Entonces “salud por el terremoto”. Eran casi las nueve de la noche; el
de las once, el más fuerte, ya no se lo sintió.
En la madrugada caminamos hasta llegar
al mini departamento donde Gustavo vivía: los libros y el anaquel que
los contenía estaban en el suelo. “Es un gato que se entra por la
ventana”, dijo Gustavo, tomamos algo más y se fue a dormir. Me enrumbé a
mi casa, a pocas cuadras de donde vivía Gustavo. Me sorprendió ver a
los vecinos en la calle, pero no estaba en condiciones de conversar o
preguntar a qué se debe la vigilia; entré y dormí por más de doce horas.
Mi costumbre de fin de semana era esa: invernar después de cada buena
borrachera. A los dos días me enteré de los sismos que sacudieron el
país y rompió el oleoducto en la Amazonía, lo que dio el pretexto
perfecto a León Febres Cordero para tomar fuertes medidas económicas,
como la suspensión del pago de la deuda externa, el alza del precio de
los combustibles y un plan de austeridad que golpeó a la población más
pobre. Todo sea por el terremoto.
Militancia en la isla de paz
La Mosca Zumba golpeaba con todo; no
había escritor o proceso cultural que se salve en su revista y lo mismo
pasaba en nuestra conversada bohemia con Gustavo. Patrick Süskind, con
su novela “El perfume" publicada en 1985 y catalogada como novela del
año, fue a parar al tacho de basura. Es un escritor fácil, afirmaba,
pues mata a sus personajes cuando ya no le sirven y así se ahorra el
tener que resolver una trama. Yo trataba de salvar al menos a “El
contrabajo”, novela corta de este mismo autor, debido a la agonía y
frustración del músico de sinfónica que develaba el caótico mundo del
espectáculo y su contraste solitario en una habitación como la mía; pero
no había forma. Gustavo se adelantó en su crítica a lo que son ahora
los best sellers: un conjunto de aventuras que, como en un tren, los
vagones caminan porque solo tienen que caminar.
Poco a poco nuestros debates fueron
cambiando de dirección, empezaban en la literatura y culminaban en la
política, en una agria crítica a los partidos de izquierda. Por entonces
vivíamos el fraccionamiento del Partido Comunista y en la Universidad
Católica esa incisión también tuvo repercusiones. Los catalogados como
del “FADI duro”, brazo político del Partido Comunista Ecuatoriano,
prácticamente fuimos proscritos de la federación de estudiantes; en
tanto los otros crearon LN (Liberación Nacional) y asumieron el control
de todo. Esto a la larga devino en un reposicionamiento de la derecha en
la universidad y la pérdida de la capacidad de movilización que se
había conseguido, a pesar de la represión de Febres Cordero.
La ruptura de alianzas y el develar
intereses personales en la izquierda, junto al análisis de la historia
nacional convenció a Gustavo por optar por la insurrección. “Ecuador
nunca ha sido una isla de paz”, decía al hacer un recuento de los
distintos movimientos subversivos que actuaron en el país en diversas
ocasiones; se analizaba lo sucedido en el Toachi, las acciones en el
Caso Briz, el nacimiento de los “Alfaro”. Entonces, ¿qué escribir? o
mejor ¿para qué escribir? Si la isla de paz no existía, ¿dónde estaba
nuestro tren de la historia? ¿A qué hora se nos pasó? Revolucionarios
urbanos perdidos del tren en nuestro propio mundo y que nada sabíamos
del otro mundo que se desangraba sin que la historia logre mancharse.
Nadie hablaba del asesinato de Lázaro
Condo, en septiembre del 74; tampoco se hablaba con verdad de la masacre
de Aztra en octubre del 77. Un sábado llegamos a Chunchi, preguntamos
por Toctezinín, y caminamos en el páramo para encontrar una especie de
cruz de piedra que indicaba el sitio donde murió Lázaro Condo. Brindamos
por él, cantamos por él, gritamos por él en la soledad y el frío. Nos
dormimos arrimados a la cruz hasta que alguien nos despertó y nos salvó
de la hipotermia.
Para 1988 tuvimos nuestro primer joven
literato muerto, Marco Núñez, cuyo cuerpo fue hallado en el rio
Machángara. Marco era un poeta caótico - marginal con textos
deslumbrantes que mostraban estados de revelamientos sobrenaturales,
pero también lleno de textos grotescos con los que se enfrentaba al estatus quo
y a nosotros como parte de ese estatus. “Ese no es un poeta”,
sentenciaban los gurús de los talleristas. Por su marginalidad, su
muerte no nos sorprendió y no se hizo nada para ayudar a esclarecerla.
Los literatos no estábamos para esos
trotes, nunca entendimos que si hubiésemos actuado se habría podido
develar a tiempo el sistema que se iba consolidando y que a la larga
sería responsable de una larga lista de muertes y desapariciones como
las Manuel Reinoso, Jaime Otavalo, Cesar Morocho, Manuel García, José
Mosquera, Luís Valverde, entre otros que van apareciendo en los listados
de nuevas investigaciones sobre esa época. Los jóvenes escritores
actuamos como toda la sociedad; acurrucados en nuestras burbujas
decidimos no hacer caso de esa guerra subterránea desatada en contra de
quienes, a su modo, buscaban justicia y equidad. Asumimos la consigna de
que si se metieron a eso, que se mueran por pendejos.
Nuestros encuentros se volvieron
esporádicos. Mientras yo insistía en la bohemia y el marxismo, Gustavo
profundizaba sus búsquedas. Para entonces Alfaro Vive Carajo ya era una
catástrofe, muchos de sus líderes estaban muertos o desaparecidos;
también habían tenido accidentes como la explosión de una bomba en manos
de las compañeras alfaristas que ahora son políticas profesionales; así
que contactó con una facción del MIR (Movimiento de Izquierda
Revolucionaria), que por ese entonces promulgaba tener la verdadera
receta de la lucha armada, pero lo dejaron plantado en una banca de la
plaza Indoamérica, en la Universidad Central; luego se vinculó con el
MPL (Montoneras Patria Libre) debido a su convicción de que la lucha
armada era una opción legítima durante el régimen represor de Febres
Cordero y su lógica continuidad en el siguiente gobierno. Nunca supo del
alto grado de infiltración y traición interna que tuvo ese grupo hasta
cuando ya estuvo detenido.
Gustavo pasó a la clandestinidad. Por
mi parte, una nueva detención preventiva y un par de incursiones al
sitio donde vivía me hicieron comprender que debía salir de Quito;
además ya las cosas de la bohemia se habían desbocado y era necesaria
una huida.
Los monstruos del penal
Gustavo Garzón y Byron Rodríguez. Foto: archivo de la familia Garzón Guzmán.
Terminó el gobierno de León Febres
Cordero y Rodrigo Borja ya llevaba un año de mandato. Yo regresé a
Quito. Un día de visita en la Casa de la Cultura para ver “que hay”,
encontré al Edwin Madrid, otro poeta en construcción y también
trabajador de la CCE, todo agitado y de camino a una reunión: Me soltó
la noticia de la detención de Gustavo y por eso el apuro.
La reunión no fue para rechazar la
detención de Gustavo ni para planificar un apoyo para los días que dure
su detención, pues al fin y al cabo fue funcionario de la CCE y era un
escritor que ya despertaba interés. La reunión fue para blindarse, para
averiguar quién más estaría involucrado en lo del Gustavo, para advertir
que más vale el prestigio de la CCE que cualquier aventura
revolucionaria.
Era 1989, Gustavo Garzón Guzmán fue
detenido el 7 de agosto. Se le acusó de tener armas y ser asaltante de
bancos. Fue llevado al tristemente célebre Servicio de Investigación
Criminal de Pichincha (SIC-P), donde fue torturado. Luego pasó al Centro
de Detención Provisional de Pichincha (CDP), a un costado del Penal
García Moreno, en San Roque.
Fui a verlo en el CDP y la primera vez
lo encontré casi con todos los amigos de la Mosca Zumba. Parecía que no
había cambiado nada, pero a las siguientes visitas los amigos iban
disminuyendo y en las reuniones empecé a conocer a los monstruos que los
medios de comunicación me habían construido desde adolescente; por
ejemplo los del “Caso Briz”, empresario que fue secuestrado y asesinado
en noviembre de 1977, en el marco de otro intento de consolidación de un
grupo revolucionario. Entonces supe que los AVC no eran ninguna
novedad.
Esos tales monstruos no parecían
serlo, no gruñían ni tenían garras; eran hombres que debatían, que
denunciaban las formas de opresión en la sociedad y en el mismo CDP.
Quizá estuvieron equivocados alguna vez, pero los del Caso Briz, los
AVC, los MPL y otros, en prisión eran hombres leales, y no dudaban en
defender juntos a un compañero cuando era presa de las mafias de otro
pabellón. “Si no se arregla esto, vamos a ir allá para vengarnos”,
concluyeron una vez. Miré a Gustavo y dijo “Habrá que ir, aquí todos
somos leales”.
¿Y cómo se mete el trago?, pregunté
durante una visita, porque comprarlo adentro resultaba muy caro. Se me
explicó que en un galón de jugo puesto en una poma plástica se debe
meter el trago en una bolsa plástica, de tal manera que flote en mitad
del jugo; así los guardias miran el jugo y dejan pasar.
Con una amiga hicimos la prueba. La
botella de ron embasada en una funda plástica puesto en mitad de una
poma de jugo era vista por todos lados, no había forma de que no se la
descubriera; le pusimos hasta un globo inflado para ver si se mantiene
flotando en el centro de la poma, pero ni así. Nos dimos por vencidos y
fuimos de visita sin llevar nada. Ya donde Gustavo se nos hizo saber el
ingrediente faltante. Pues sí, ese era el método, pero toda esa
parafernalia era para que las otras visitas no lo vieran, pues el paso
final era avisar al guardia y pagarle por dejar pasar. Con la nueva
pista ya pudimos llevar Ron, pero no alcanzaba para tanta gente, así que
no había forma de reproducir nuestras pasadas bohemias y luego de
acabarse la funda de Ron más bien nos dedicábamos a la lectura del
oráculo del Iching, un oráculo que siempre nos traía buenos augurios, no
por adivinar el futuro, sino por presentar el futuro como un cambio
permanente en el que nuestra acción era lo fundamental.
Así pasó un año. Martha Palacios,
Rubén Darío Buitrón, Byron Rodríguez, Alfredo Pérez y otro compa de
apellido Nuñez se mantuvieron visitándolo todo ese año. No sé si me
olvido de alguno más, pero el resto de jóvenes escritores brillaron por
su ausencia y de los viejos ni para qué hablar.
Una tarde, de nuevo visitando la CCE
para conversar con el Madrid, encontré a Gustavo sentado a un costado de
su antigua caseta. Fue increíble, Gustavo estaba libre, había salido de
prisión el 7 de de septiembre y ya estábamos en 1990.
Yo estaba casado; con mi compañera lo
habíamos visitado también en el CDP, así que se alegraría de verlo
libre. Decidimos ir al sitio donde en ese entonces yo vivía, en el sur
de Quito y recordamos todas las bohemias pasadas, bebimos a más no
poder, contó de sus planes en La Católica, sacaría el doctorado de
literatura; no estaba arrepentido del pasado, pero ya aceptaba que no
era la vía para una revolución; hablamos de los traidores, que siempre
los hubo en todo movimiento, desde el mismo caso Briz, y que siempre los
habrá, como en lo del MPL. Ya en la noche llamó a su casa para avisar a
su mamá, doña Clorinda Guzmán, y decirle que no se preocupe, que
pasaría la noche en mi casa. Aseguró que no volvería a optar por la vía
armada y que su único afán era escribir. Estaba consolidando un libro de
cuentos.
A la mañana siguiente nos despedimos
con un par de cervezas y lo fui a dejar en la parada del bus en
Barrionuevo. Fue la última vez que lo vi, pues dos meses después, el 9
de noviembre de 1990, desapareció.
Una búsqueda entre montañas de egos
La noticia no fue una bomba entre
nuestros intelectuales; quizá también ya lo veían venir y no
reaccionaron o no quisieron reaccionar. Algunos jóvenes quisimos formar
un grupo de escritores solidarios con Gustavo y exigir respuestas al
Estado, pero la experiencia fue realmente dolorosa. Si ya la detención
de Gustavo los había asustado, su desaparición provocó paranoia y solo
faltó que algunos vayan a meterse bajo la cama por miedo a la guerrilla
que vendría junto a él para reclamarles el no haber hecho nada durante
su detención.
Escribimos una carta para el ministro
de Gobierno, el Patacón Verduga. Hicimos el texto con Edwin Madrid y
Marco Antonio Rodríguez y empezamos a recoger firmas. Justo había un
lanzamiento de un libro de Fernando Tinajero en la Universidad Católica.
Era una magnífica oportunidad para llenar unas tantas hojas de firmas
pues allí estarían todos los intelectuales de izquierda. En el panel de
lanzamiento se hablaba de cómo se resistió al embate de León Febres
Cordero y sobre la necesidad de una transformación social, incluso de
una revolución, por el momento postergada. Nelson Reascos, profesor de
Sociología en esa universidad, interrumpió la ceremonia para pedir las
firmas. Con Edwin pasamos las hojas y casi todos firmaron. ¡Un éxito!
Luego fuimos al coctel y, entre vino y
vino, los firmantes vinieron a tachar su firma. Unos aducían
compromisos con el nuevo gobierno y que debían cuidar sus puestos,
pedían comprensión; otros decían que no querían arriesgarse por alguien
que probablemente está con la guerrilla de Colombia o había vuelto a la
clandestinidad. Las hojas quedaron con más tachones que firmas. Quizá
ya vislumbraba la hipocresía de la intelectualidad de izquierda, pero
que se llegase a ese punto me parecía absurdo.
En la carta no nos identificábamos con
la revolución armada ni con nada parecido, solo se pedía que el
gobierno de Rodrigo Borja investigue la desaparición de Gustavo y revea
los aparatos de seguridad del Estado; una carta sumamente democrática,
pero ni así. Terminado el evento, fuimos a casa de Nelson, en la
Vicentina, a pasar el mal sabor que nos dejó esta reunión de
intelectuales. A la madrugada, ya rumbo a mi casa, unos cuatro
colombianos me abordaron para decir que Gustavo no estaba con ellos, que
lo más seguro es que “se lo quebró el gobierno”. Les agradecí el
haberme llevado a Barrionuevo y el evitarme la caminata desde la
Vicentina.
Las hojas quedaron impresentables y
cuando quisimos volver a tener las firmas solo quedó un puñado de gente
que volvió a firmar; ni la novia que había sido quiso firmar porque
argumentó que en la familia de Gustavo había policías. Evidentemente
estaba asustada, pues había sido también interrogada.
Teatreros y gente vinculada a la danza
fueron los que más firmaron; los escritores consagrados no asomaban por
ningún lado. Podrán haber tenido una montaña de ego, y seguir
teniéndolo, pero en esos momentos, únicamente gente como Marco Antonio
Rodríguez, Euler Granda, Edwin Madrid, Fabián Guerrero, la gente de la
Mosca Zumba, se metieron en ese grupo que exigía la aparición de Gustavo
Garzón. Finalmente, un grupo de la Mosca, algunos otros talleristas,
con Marco Antonio Rodríguez y Euler Granda a la cabeza, abordamos a
Verduga en el Congreso Nacional, a donde había ido para explicar algunas
cosas reservadas. Verduga solo sonrío y aseguró que estaba al tanto de
lo sucedido y que se está investigando.
En las siguientes semanas, con Marco
Antonio nos dimos a la tarea de visitar regularmente la morgue, por sí
las dudas; pero nada de nada.
Mientras tanto, en otro espacio, Raúl
Pérez Torres libraba otra batalla. No aparecía en ninguno de los eventos
públicos en solidaridad con Gustavo Garzón, pero estaba tratando de
convencer al Municipio de Quito el continuar con la segunda parte de un
proyecto editorial en donde se incluiría la publicación de los cuentos
de Gustavo.
La “Colección Evaristo” estaba en
marcha. Se proponía publicar la obra generada por los talleristas y
presentarla como la nueva literatura ecuatoriana. Habían salido ya los
primeros seis volúmenes en la que se alternaron escritores jóvenes de
Guayaquil y Quito. Era necesario que en el siguiente grupo a publicarse
se incluyera a Gustavo Garzón y Raúl Pérez Torres se jugó por ello. Así
salió a la luz, en diciembre de 1991, “Brutal como el rasgar de un
fósforo”, que recoge los principales cuentos de Gustavo.
En este grupo se publicaron cinco
obras: los cuentos de Gustavo, poemas de Edwin Madrid, bajo el nombre de
“Enamorado de un fantasma”, ensayos de Eduardo Martínez bajo el título
“Héroes Indígenas de América”; una compilación de cuentos de Marco
Vinicio Poveda llamada “La dictadura del poetariado”, y mi primer
poemario “Ecos en la Alcantarilla”. El haber publicado junto al libro de
Gustavo nos dio una excelente publicidad en los medios de comunicación,
pero nunca supe por qué la presentación se hizo en CIESPAL (Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina) y no en la Casa de la Cultura.
La publicación de las obras fue una
cosa; la distribución sería otro calvario. Problemas en el Municipio de
Quito impidieron una difusión eficaz y solo se entregaron unas pocas
obras a los autores a modo de derechos de autor. Con los libros de
Gustavo había que ingeniarse para fortalecer su imagen y dar a conocer
en todo el país su obra y su desaparición. Solo alcanzamos a presentarlo
en Guayaquil y Cuenca.
Los intelectuales y artistas de
Guayaquil se entusiasmaron con la propuesta y ofrecieron la sede de la
CCE para el evento. Fernando Artieda, Carlos Calderón Chico y Fernando
Cazón Vera se comprometieron para la organización y nadie preguntó si
Gustavo estaba con la guerrilla o si aún sigue en la clandestinidad.
También se comprometieron en recabar firmas de solidaridad en Guayaquil y
rescatar las firmas de algunos intelectuales quiteños. Así, el 2 de
febrero de 1992, se publicó en Diario Expreso el primer manifiesto
público de los intelectuales ecuatorianos en solidaridad con Gustavo,
con firmas encabezadas por Carlos Julio Arosemena Monroy (expresidente
del Ecuador), León Roldós Aguilera (ex vicepresidente del Ecuador),
rectores y vicerrectores de universidades, decanos de facultades y, por
supuesto, los escritores, pintores y otros artistas de Guayaquil.
El 5 de febrero se presentó el libro
de Gustavo, se acogió a doña Clorinda como una heroína y se alzó una
sola voz para rechazar la desaparición de Gustavo y exigir al gobierno
una investigación más eficaz. En Cuenca fue un fracaso; quizá la gente
de allá tenía demasiado miedo.
El epílogo
Doña Clorinda se juntó a los plantones
que hacía Pedro Restrepo por la desaparición de sus hijos, Santiago y
Andrés. Poco a poco se fue juntando mucha gente; llegaban ahí
personalidades de todas partes, incluso llegó el argentino Adolfo Pérez
Esquivel, premio Nobel de la Paz; pero no llegaron los escritores ni los
intelectuales.
Me alejé del mundo de la CCE. Estaba
decepcionado. Me alejé de la militancia política, también decepcionado.
De vez en cuando acudía a los plantones de la Plaza Grande y un día
volví a ver a Gina Benavides, a quien conocí en la Católica y vi a ver
en la CEDHU (Comisión Ecuménica de Derechos Humanos), organización que
se hizo cargo del caso de Gustavo.
Gina me propuso juntarme al proyecto
que estaba formando: el INREDH (ahora Fundación Regional de Asesoría en
Derechos Humanos), con la convicción de que una nueva sociedad solo era
posible luchando por los derechos humanos y que esta lucha constituía
una utopía eterna. Han pasado 25 años desde esa invitación que me
vinculó definitivamente a la lucha por los derechos humanos y de los
pueblos.
El gobierno actual ha dicho que desea
reparar la desaparición de Gustavo. Es justo que una calle quiteña lleve
su nombre; es justo que se recopile su obra y se publique una
antología; es justo que se reivindique su memoria; son justas muchas
cosas, pero lo más justo, aunque suene redundante, es la justicia; que
se lleve ante la justicia a los responsables de su desaparición y, sobre
todo, que nos digan, que digan a su familia, a dónde se lo llevaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario